Hubo muchos comentarios sobre artículo del 7 de julio de Andre Damon conmemorando el 240avo aniversario de la Declaración de Independencia. Muchos apoyaron la línea de esa perspectiva. Otros la rechazaron.
Uno de los críticos declaró que la revolución había sido sólo una maniobra de “hombres blancos ricos, que se aprovecharon de ella para enriquecerse más”. Otro sostuvo que: “La revolución Americana nunca tuvo por objeto la igualdad”. Un tercer comentarista considera que “fue una guerra de un club de hombres blancos ricos contra la ‘tiranía’ de otro club de hombres blancos ricos”. Otro más la nombra “la contra revolución de 1776”. Hay uno que considera que la Revolución Americana fue un ejemplo de “racismo homicida contra gentes que no eran blancas”, etcétera.
Esas opiniones no son accidentales. En los últimos diez años ha aparecido toda una industria dedicada a difamar a la Revolución Americana –particularmente a Thomas Jefferson, su líder intelectual y más de izquierda. Algunos críticos, como los historiadores Simon Schama y Gerald Horne, incluso toman la posición de que el imperio británico fue la fuerza más progresista en la guerra de independencia.
En el fondo en su esencia, ese método histórico es una simple falacia ad hominem, empapada con moralizaciones anacrónicas. Los más recientes enemigos de la revolución demonizan a selectos líderes por no compartir opiniones sobre raza y género de estos días –conceptos que no existían en 1776. Cuando pueden, toman ventaja de detalles negativos de las vidas personales de estos próceres. Luego de haber demostrado la supuesta podredumbre de estos líderes –¡hombres blancos, todos!— los críticos declaran la corrupción de la misma revolución.
En esencia todo eso delata particulares intereses de clase. Obreros y jóvenes deben hacer las siguientes preguntas: ¿Cuál es el objeto de la incesante denigración de la Revolución Americana? ¿A que se debe ese odio a Jefferson? ¿Por qué se permuta el análisis histórico con la interpretación racial?
La respuesta no está en el pasado; está en el presente. Se trata de falsificar las tradiciones revolucionarias en el contexto de la creciente resistencia proletaria al emplazamiento político, comenzando con la Declaración de Independencia de Jefferson que (haciendo los cambios pertinentes) se lee hoy más como una condenación de orden actual, no de King George –por su insistencia en “el derecho” y “la obligación” del pueblo a “cambiar o abolir” todos los gobiernos que destruyan la “vida, libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Sobre todo la inquina hacia la revolución empalma con el empeño de balcanizar a la clase obrera en grupos raciales –e insistir que existen diferencias congénitas entre los “ volk ” blanco y negro, como lo hizo hace poco Michael Eric Dyson del New York Times. Ese proyecto reaccionario se integra al análisis de la historia, que se reemplaza más y más con una teoría casi zoológica que supuestamente explica las motivaciones de los personajes históricos en base a su raza y sexo.
En realidad no sostiene escrutinio el intento de negar la esencia progresiva de la Revolución de Estados Unidos –aun entorno a la esclavitud.
La revolución norteamericana es el primer gran acontecimiento mundial que pone una interrogante sobre la esclavitud. Antes de ella no existía ni apoyo ni rechazo a la esclavitud. Escribe el historiador Gordon Wood: “La mayoría de los colonos no necesitaban atacar o defender la esclavitud más o menos que otras formas de dependencia o humillación”. Según el historiador Stephen Kolchin, esa actitud era consecuencia de vivir en un mundo de “valores premodernos, que carecía de las nociones de ‘castigos crueles e inusuales’, derecho a la igualdad y explotación; un mundo que en cambio aceptaba la desigualdad natural entre seres humanos y el uso rutinario de la fuerza para mantener el orden … un mundo con muy pocos límites ideológicos contra el uso de la mano de obra forzada”.
Schama y otros historiadores que dicen que el imperio británico en verdad representaba la fuerza progresiva en la Revolución Americana se esfuerzan en minimizar el hecho que fue ese imperio el que controló la trata de esclavos durante casi doscientos años, produciendo enormes fortunas que fueron encauzadas a la industrialización de Gran Bretaña y a palacios aristocráticos. ¡También escriben creyendo de que sus lectores no estan enterados de la larga historia sangrienta de imperialismo británico en Irlanda, India, China, el Mar Caribe, y África!
Bien se sabe que muchos de los principales próceres de la revolución norteamericana, incluso los que eran dueños de esclavos, rechazaban la esclavitud. Washington decía que “no existe ninguna persona que desee con más sinceridad que yo que se adopte un plan para abolirla [la esclavitud]”. Madison se preocupaba que su existencia hacía “una falacia de la teoría de gobierno republicano”. Patrick Henry se quejaba “que esta costumbre abominable había sido introducida durante una de las épocas más ilustradas.” Por su parte Jefferson, que como el principal propagandista de la revolución más que nadie personificaba sus contradicciones, puede escribir en 1782 que ya veía:
“…un cambio ya perceptible, desde el comienzo de esta revolución. Aflaca el espíritu del amo; él del esclavo se levanta del polvo; su condición se suaviza. De esa manera, espero, auspiciado por los cielos, se prepara la emancipación total; y que eso ocurra, en la evolución de los acontecimientos con la aceptación de los amos, y no con su extirpación”.
La destrucción de la esclavitud, finalmente, no fue producto de la aceptación de los amos sino de su “extirpación” como clase social en la Guerra Civil, la contienda más sangrienta en la historia de Estados Unidos.
Aun así la primera generación de revolucionarios sí adoptó medidas para eventualmente acabar con la esclavitud. Jefferson creó la Northwest Ordinance de 1787, prohibiendo la esclavitud para siempre en la región medio oeste de Estados Unidos. Vermont, el primer territorio en hacerse estado después de la revolución, prohibió la esclavitud desde el principio. Todos los estados del Norte la habían proscripto para comienzos del siglo XIX. Los fundadores pusieron una fecha límite a la importación de esclavos en 1807 durante el segundo gobierno de Jefferson.
También se creía, con justificación, que la esclavitud desaparecería de los lugares donde se había establecido originalmente, Virginia y Maryland. Ciento cincuenta años de producción tabacalera habían empobrecido la tierra la producción de cereales iba en aumento, cosa que ya había ocurrido en Pensilvania, inmediatamente al norte. Ese proceso se interrumpe con la invención del almarrá ( cotton gin ) en 1792. Todo cambió. Hacia 1850, la exportación de algodón, superaban en divisas a todas las otras exportaciones juntas de Estados Unidos. Por consiguiente la esclavitud aumentó inmensamente. La venta y transportación de seres humanos se convirtió en la segunda industria, detrás de la producción de algodón.
La relación entre la producción de algodón en el Sur y la industria textil británica fue un importante factor que influyó en el apoyo británico hacia el Sur durante la guerra Civil –evidencia que descartan los defensores de hoy de ese imperio “progresista”.
A veces se objeta que los que fundaron la nación tomaron medidas tímidas para contener la esclavitud. Aun peor, a veces se alega que secretamente intentaban aumentar el precio de los esclavos. No obstante, al tomar medidas contra la esclavitud, la generación de 1776 anticipó el programa del Partido Republicano de Lincoln, que sostenía que si se pudiese limitar la esclavitud, sería para gradualmente extinguirla –la crisis de secesión demostraría la imposibilidad de esa expectativa.
Claro está que siempre se pueden descubrir intereses pecuniarios o materiales que influencian los actos de este o aquel individuo. Poco se gana si nos detenemos al nivel de esos descubrimientos. Esa clase de análisis trae a la memoria los comentarios de Frederick Engels sobre la filosofía materialista vulgar, que no puede decir que “fuerzas históricas” yacen debajo de los motivos de individuos o de grupos históricos, las “fuerzas históricas que, dentro de los cerebros de los actores, se transforman en motivos”.
“Al viejo materialismo esa pregunta jamás se le ocurrió”, escribió Engels. “A eso se debe que su interpretación de la historia, si es que la tiene, sea esencialmente pragmática; lo enjuicia todo con arreglo a los móviles de los actos; clasifica a los hombres que actúan en la historia en buenos y en malos, y luego comprueba que, por regla general, los buenos son los engañados, y los malos los vencedores”. Esa es la esencia detrás del argumento de los que interpretan la Revolución Americana como una treta para preservar la esclavitud.
Evidentemente, la revolución de los Estados Unidos, no sólo dio inicio a imperio del algodón. También expandió enormemente las fuerzas productivas del Norte. El “imperio de libertad” de Jefferson tuvo un enorme éxito, que fue más allá de las expectativas de todos. El rápido aumento de población de pequeños propietarios rurales al oeste de los Montes Apalaches, que comerciaban una creciente porción de su superávit agrícola en mercados nacionales e internacionales, dio un gran empuje al desarrollo de medios de transporte, comercio e industria, cosa que atrajo a cientos de miles de inmigrantes a las costas americanas.
El historiador William Hogeland recientemente produjo otro ataque contra la Revolución Americana en el sitio de supuesta izquierda The Jacobin. Hogeland escribe que la “ideología de derechos y libertad”, de los fundadores de la nación, “estaba ligada, desde antaño –al menos en sus mentes— a la protección de la propiedad”. Eso es verdad, pero, como podríamos haber predicho por anticipado, ese modo de presentar la cuestión es romo a las contradicciones históricas. La Revolución Inglesa (1642-1689) y la época de la Ilustración que asociaron la propiedad con la libertad, también produjeron la idea de que existía un derecho un derecho mucho más antiguo –que “el derecho original a la propiedad derivaba del derecho natural anterior y más fundamental a ser dueño de uno mismo, y del fruto de la labor de uno mismo”, según James Oakes.
La Revolución Americana le dio un poderoso impulso a ambos derechos –de propiedad y a la libertad. De ahí la aguda contradicción sobre la esclavitud; los amos hacían hincapié en el derecho absoluto a la propiedad, que incluía la “propiedad de seres humanos”. Para Lincoln y los abolicionistas el legado de la Revolución Americana hacía primordial el derecho a la libertad. Nosotros compartimos esta última opinión.
La revolución estadounidense fue una revolución burguesa democrática, no una revolución socialista. Pudo proclamar la igualdad humana universal, pero nunca podría lograrla. No obstante, al igual que todos los grandes acontecimientos históricos, tuvo consecuencia y resultados que cruzaron los límites impuestos por su época.
La Revolución Americana inspiró a la Revolución Francesa. Jefferson, embajador estadounidense en Francia en 1789, conversó con el Marques de Lafayette –otro héroe de la Revolución Americana—cuando éste último escribía la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (Déclaration des droits de l'homme et du citoyen). Fue un gesto de gran significado que Lafayette le enviara a George Washington las llaves de la Bastille, luego de su liberación. Desde entonces, muchas luchas anticoloniales se ha inspirado en la Revolución Americana, desde la Revolución de Haití en el siglo XVIII hasta la Revolución Vietnamesa del siglo XX.
La Revolución Americana fue el producto de la Ilustración –esa época de descubrimientos que surgió de la oscuridad de la visión del mundo que consideraba que todo lo que existía era producto de la mano inalterable de Dios. Los filósofos naturales –como Copérnico, Galileo y Bruno— desafiaron la inquina de la iglesia y comenzaron a investigar a la naturaleza. Al mismo tiempo, filósofos políticos como Hobbes, Spinoza, Locke, Voltaire y Montesquieu comenzaron a cuestionar el orden social. ¿De que se trataba la soberanía? ¿Por qué mandan los reyes y los parlamentos? O, como diría Rousseau, ¿Cómo es que el “hombre nace libre y sin embargo vive en todas partes en cadenas”?
Esa ideología en evolución, sostenida por el naciente sistema capitalista, desgastó las jerarquías feudales a tal punto que como observó en un momento el filósofo David Hume: “El nombre del rey ya no inspira respeto; hablar del rey como virrey de Dios en la tierra, o darle esos títulos magníficos que en otra época asombraban a la humanidad, provocaría la risa de todos”.
Como un eslabón en la cadena de los acontecimientos de la Ilustración, entre la Revolución Inglesa a la Revolución Francesa, la Revolución Americana asestó un golpe contundente al “derecho divino de los reyes”. Proclamó el principio universal de igualdad humana, barrió con los curas en el gobierno, y expresó concretamente los conceptos fundamentales de la libertad, en la Declaración de Independencia y en la Carta de Derechos.
La contradicción entre la declaración de igualdad humana y su ausencia en el mundo, es un poderoso móvil en la historia de Estados Unidos. Cada lucha por la igualdad desde entonces convocó los principios prometidos por la Revolución Americana, aun el movimiento de los abolicionistas, quienes, según el historiador David Brion Davis, veían en la Declaración de Independencia, “su piedra de toque, sus evangelios sagrados”. Charles Sumner, abolicionista de Boston, consideraba que la Declaración era “el alma” de América; también Lincoln quien dijo que el nunca tuvo “una sensación política que no emanara de los sentimientos encarnados en la Declaración de Independencia”.
Negar la naturaleza progresiva de la Revolución American equivale a negar la naturaleza progresiva de todo lo que nació de ella.